miércoles, 23 de agosto de 2017

'Madrid: frontera', de David Llorente

De vuelta el Polillas, tras el impacto de los atentados en Barcelona, con ese reguero de víctimas que solo pasaban por ahí, carne de cañón de intereses que ni sospechamos y de fanatismos de apariencia medieval, y con la constatación de que la miseria moral de ciertos periodistas y políticos no tiene límites, por mucho que creyésemos que los teníamos calados.

Tras las vacaciones veraniegas (siempre pienso que bien pueden ser las últimas al ritmo del implacable cambio socioeconómico que estamos experimentado), tengo algunas lecturas a cuestas que no reseñaré aquí y otras que sí. Entre las que no reseñaré, por salirse del ámbito de este blog, me permito recomendarles una excelente (en mi opinión) monografía sobre arte y política: El lugar de los poetas, de Jesús Alegre Zahonero, que se desarrolla sobre la lectura de la Crítica del Juicio, de Kant. A este respecto, a veces se puede tener la impresión de que hay libros tan glosados que no vale la pena leerlos. Error. Siempre se gana algo con la lectura directa, y aprovecharemos después mejor a los comentadores y a sus hermeneutas.

Y sí, ya sé que mucho se ha escrito sobre arte después de Kant.

En fin, acometo la segunda reseña de la temporada 2017-2018. 




Madrid: frontera, de David Llorente, es una novela difícil de clasificar: ganó el premio Dashiell Hammett, de la Semana Negra de Gijón (algo de lo que también puede ufanarse Alexis Ravelo, entre otros), por lo que a priori es lícito pensar que se trata de una novela negra. Por otro lado, la trama se despliega en un Madrid futuro, al borde del mar, en unas condiciones políticas, sociales y económicas tales que nos hace llegar a la fácil conclusión de que es una novela distópica. Podrían pensar también que, en tal caso, no hay contradicción alguna: es una novela negra y distópica, o distópica-negra, con ribetes de ciencia ficción y, ¿por qué no?, de fantasía mitológica. Ah, y con crítica social explícita y todo.

Todo lo anterior es aceptable en diverso grado.

Sin embargo, el dilema que me ha atormentado durante toda la lectura no se centra en la circunscripción a un género. Más bien es que no termino de decidirme si la novela me lleva a la exasperación por el tedio o si la es la exasperación permanente la me conduce por pura insensibilización al tedio.

Me explico: 

La novela está narrada por el protagonista. Hasta ahí, normal, pero durante bastantes páginas, esto no parece tan claro, porque el personaje no se limita a contarnos sus correrías en primera persona, sino que se habla a sí mismo en segunda, y en presente. Solo al rato, disculparán mi inteligencia, no demasiado rápida, me percato de que no hay un yo que se dirige a un , o un narrador al lector, sino un yo al mismo yo. Como excusa, puedo argüir que la dificultad en reconocer esto puede deberse a que el personaje no sólo describe o narra lo que hace, sino que a veces imprime un tono imperativo (Por ejemplo: "Te aseguro que es mejor que salgas corriendo", pág. 87), lo que hace más complicado caer en la cuenta de que no hay un diálogo, sino un monólogo interior o diálogo consigo mismo. Aparte del problema inherente a que, dado el empleo de esta voz, nos preguntamos cómo puede el personaje contarse cosas que no ha visto o acciones en las que no ha estado presente. Quizá pueda pensarse que es un monólogo interior omnisciente, que también puede ser si nos ponemos imaginativos.

Monólogo interior que destaca sobre todo lo demás por ser repetitivo hasta la extenuación, supongo que por voluntad de estilo y a modo de impronta literaria, pero que, en mi caso, me arroja, perdónenme la licencia, a los asfixiantes brazos del hastío por su rampante banalidad:


Te llamas Igi W. Manchester. Tienes treinta y tres años y te has acostumbrado a cambiar de piso cada dos semanas. 
¿Dónde vivo ahora? 
Las calles de Madrid siguen sin tener nombre. Puedes bautizarlas de la manera que más (o menos) te guste. 
Vale. 
Enfrente de tu casa hay un banco. A veces te quedas mirando la publicidad de sus hipotecas: Mujeres semidesnudas que juegan a la pelota en una playa tropical. 
Me deslumbran los tubos de neón. 
Asomas los ojos por la ventana del sótano y compruebas que los agentes del Cubo no os han encontrado. 
¿No estoy solo? 
No. 
Eufride está tumbada en el colchón. Echa un vistazo a sus últimas fotografías 
Hace frío aquí dentro. 
Sí. (pág.31)

Es así todo el rato, pero TODO. Algunos le llamarán a eso estilo propio, pero estoy seguro de que habría sido mejor carecer de él. A mí, en particular, me suscita ardientes deseos de aniquilación y fantasías de hecatombes. 

Hablemos de las susodichas repeticiones. Por ejemplo, hay un personaje fugaz cuya importancia se me escapa llamado Samuel. A David Llorente, Samuel le parece un nombre sin la suficiente carga semántica, así que decide remediar esta tara. Desde su presentación, casi siempre es "el pequeño Samuel". Entonces, tenemos que "el pequeño Samuel se levanta de la cama" o "el pequeño Samuel solo tiene miedo cuando pasa cerca de la carretera", o "el pequeño Samuel (cuando pasa cerca de la carretera) se pone los cascos" o "el pequeño Samuel llega al instituto" o "el pequeño Samuel empieza a sentirse mal" todo esto en apenas algo más de una página (final de la pág. 105 y pág. 106). Cinco veces en la página 135, donde mantiene un bonito duelo con "Librado Cornellá (inspector de Educación)", que nos atormenta de la pág. 133 a la 136 en seis ocasiones. Seguimos con el "pequeño Samuel": tres veces en la página (media) 138, cuatro en la página 147 y algunas más que me habré saltado en medio. En mis pulcras anotaciones en las páginas en blanco que suele haber al final de los libros (malditos los que carezcan de ellas), he anotado: "Hasta las narices del pequeño Samuel". 

También, a modo de pintura impresionista, el mar que baña Madrid tiene el color de la tinta. Bien. El autor lo repite cada vez que puede, como ese niño que acaba de dibujar un palote, recibe la aprobación del tío sinvergüenza y entonces se dedica a pintar palotes en su cuaderno, en las paredes de la casa, en las sábanas, en el perro y hasta en la cara de sus padres mientras duermen. Vivan los palotes, viva la tinta. Viva la repetición porque soy ESCRITOR. Véanse los siguientes ejemplos con todo lo comentado:


Detrás de las ruinas de la antigua estación de Atocha se encuentra el mar de Madrid. El agua del mar de Madrid es oscura como la tinta. Las olas revientan contra las piedras de los acantilados y la espuma salta muy alto, tan alto que a veces (según se dice) llega a mojar las estrellas. 
¿Y la luna? 
También. (págs 42-43)


El doctor Argüelles escucha el sonido de un cuerpo que cae al agua. Se asoma por la borda y observa el mar, oscuro como la tinta. (pág. 146)

La vista desde la planta petrolífera es mucho mejor que la vista desde el faro. Miras a través de los ventanales. Te gusta la sensación de estar dentro del mar de Madrid. 
Oscuro como la tinta. 
Sí. (pág. 151)

El mar de Madrid es oscuro como la tinta. (pág. 161)

(...) Ven cómo la ciudad de Madrid se va quedando pequeña y dejan de distinguirse los edificios vacíos y las pantallas de plasma de Ezequiel Caballo y (durante unos minutos) solamente se ve el paisaje de cartones y la piel del mar, oscura y fría como la tinta. (pág. 172)


En la calle huele a mar. En la calle (por encima del murmullo de la lluvia) se oye el rumor del mar y sus olas reventando contra las piedras de los acantilados. El mar de Madrid (ya lo sabemos) es oscuro como la tinta. (pág. 197)


Os quedáis en cubierta y camináis a proa. El madr de Madrid es frío y es oscuro como la tinta. (pág. 235)


Atención, lectores: ¿Soy yo hipersensible o el autor se burla de nosotros en la penúltima cita? En fin, hay más perlas repetitivas de esas, pero dejo que las descubran Vds., que ya bastante he sufrido con esta machaconería de taladro dominguero.

Otra característica del estilo de David Llorente, al menos en Madrid: frontera, es el uso de los paréntesis, como ya habrán podido degustar en las citas anteriores. Que no se diga que yo estoy en contra de su uso (igual sí), pero que en este caso es (parece) tan arbitrario que da la impresión de que hubiera dado igual que hubiese rodeado con ellas cualquier otra palabra, muchas veces (demasiadas) incidiendo en la obviedad o en la repetición, que parece ser la marca personal del autor.


Nicanor Julepe echa abajo la puerta del faro y al cabo de unos segundos aparece en la puerta de arriba. Parece desconcertado. Estaba seguro de que te encontraría allí. Olfatea otra vez el aire y (entonces) vuelve la cabeza hacia el bosque de pinos y mira exactamente al punto en el que te encuentras tú. Estás empapado (más que de lluvia) de sudor. Das media vuelta y echas a correr. (pág. 88)

Los policías (hombres de acción) se aburren en las comisarías. A los policías (almas temerarias y justicieras) les hastía el trabajo en la oficina, el timbrazo del teléfono, el zumbido de la máquina de café, el siseo de la impresora. Por eso agradecen que (de vez en cuando) sus compañeros les traigan a unos cuantos detenidos. (pág. 93)


El Cifra II remonta una ola y aparece (de pronto) la planta petrolífera. El doctor Argüelles jamás imaginó que (de cerca) pudiera ser tan grande. El Cifra II pasa entre los grandes pilares de acero que se hunden en el mar. 
¿Está buscando la entrada? 
Sí. (pág. 146)


También, así, es toda la novela, hasta la maldita última página.

Y esto quedándonos en el plano estilístico. En el plano argumental, entiendo que situarnos la acción en un Madrid aciago bajo un régimen despótico con el desarrollo de características que ya padecemos de manera germinal en el presente le sirve al autor (residente en Praga) para ejercer una crítica supuestamente feroz a la situación política y social de nuestros días: desahucios, brutalidad policial, deshumanización, violencia, desmantelamiento de la Educación y de la Sanidad, etc. Sin embargo, hay incoherencias lógicas que bien podrían haberse detectado con un mínimo esfuerzo. Es decir, si hubieran ejercido su labor esas figuras tan insólitas en el mundo literario como un editor competente o un corrector sin miedo. Por no hablar de un escritor que hubiera revisado una y otra vez su novela.

Por ejemplo, si es bajo un régimen tiránico en el que la policía detiene, golpea y mata sin escrúpulos ni castigo, es una tontería señalar (al menos dos veces, ya sabemos qué le gusta a David Llorente repetirnos las cosas) que los chalecos antibalas de la policía impiden ver el número de identificación, o que en cierto momento los altos cargos del régimen teman la aparición de la prensa en el lugar de un asesinato, cuando hasta ese momento la descripción que se ha hecho de Madrid es la de un lugar en estado de excepción permanente. O que a los jóvenes universitarios se les regala el billete de avión para que puedan marcharse de Madrid. Y gratis, lo que a esas alturas de la novela es absolutamente inconcebible. O que haya socorristas en una playa a donde va a parar un torrente incontenible de suicidas previamente desahuciados y cuya vida no le ha importado a nadie. Suicidas atraídos, no se lo van a creer, por cantos de sirenas. Asimismo, aunque cualquiera sabe qué nos deparará el futuro, parece un poco anticuado que la Iglesia Católica sea, de nuevo, el soporte ideológico de ese futuro Estado policial. Vamos, que podría haberse inventado otra cosa menos rancia. Hay más, muchos más, elementos introducidos por el autor que o bien parecen absurdos o innecesarios: no insistiré en ellos.

Por otro lado, los personajes son cromos, estampitas, meramente funcionales y sin personalidad. Representaciones manidas de tipos sociales que se encarnan de modo deficiente y cuyo destino no produce más que indiferencia, a pesar del empeño del autor en que padezcan un destino brutal. Hasta el mismo narrador adolece de falta de personalidad, y su evolución, o lo que sea, desemboca en un clímax mustio y previsible. Supongo que la novela en su conjunto y cada uno de sus elementos son, o aspiran a ser, metáforas. Por no hablar de sus alusiones y referencias literario-cinematográficas, tan del gusto de los lectores de crucigramas y jugadores resabiados de Trivial. Con estas novelas y estas metáforas siempre me pasa lo mismo: albergo la sospecha de que el autor se está riendo a carcajadas en cualquier rincón con sus amiguetes por haber conseguido que lo hayamos tomado en serio.

Mi impresión, en definitiva, es que es una novela estilísticamente irritante, con ínfulas y fallida, con un argumento pobre, hecho a base de escenas que se pretenden duras e impactantes y se quedan en un ejercicio pretencioso de no se sabe bien qué, a medio camino entre una alegoría simplona y desganada y un fresco futurista hecho a brochazos despelusados y sin talento alguno.

Lo peor que le ha podido pasar a David Llorente es que le hayan dado un premio. Es de suponer que se convertirá en (peligroso) reincidente.




P.D. De otras reseñas: aquí: "(...) distopía desasosegante, un grito de denuncia de la miseria que corroe nuestra sociedad actual, una novela inquietante y radical en su planteamiento"; aquí: "La lectura de Madrid:frontera tiene la voluntad de remover tu mundo mientras te propone un relato repleto de (buena, por cierto) literatura. Por cada una de sus hojas circulan referencias literarias que engrandecen el universo de la novela, si estás ojo avizor, produciendo un efecto megáfono para que las palabras resuenen con más fuerza", aquí: "
David Llorente construye una novela negra diferente, con una estructura muy particular donde el género asume elementos de lo fantástico y ese subgénero en sí mismo que son las distopías en un mayor o menor grado de futuro ennegrecido" o, finalmente, aquí: "Así ese Cormac MacCarthy español llamado David Llorente en su novela negra, distópica e hipnótica Madrid:frontera (Ed. Alrevés)."

Por lo que se ve, Canarias no tiene el monopolio de las reseñas cachondas.





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