viernes, 7 de julio de 2017

'Casa de verano con piscina', de Herman Koch

Entiendo que, para muchos, la mejor crítica (si no la única posible) es el elogio desmedido. Solo así puede entenderse que los mismos escritores que propugnan una "crítica de verdad" en Canarias sean los mismos a los que le sienta fatal que se le aplique a ellos mismos cuando no consiste en elogios desmedidos. Creo que a pesar de las fotos en facebook de cenas multitudinarias o de reuniones regadas con cerveza, de cordiales encuentros con el Escritor Reconocido, o con el editor o la librera de turno en ferias del libro allende los mares, muchos/as de estos escritores/as no cuentan con verdaderos amigos. 

Un amigo te habría dicho que El tren delantero demuestra que una novela es algo más que unir de mala manera historias sueltas que uno tenía en un cajón, abandonadas gracias a Dios; que La otra vida de Ned Blackbird necesitaba un repaso a fondo en el estilo y en la lógica del argumento; que Gracias por el tiempo requería una reflexión profunda sobre el tono narrativo y, por qué no, sobre su misma existencia; que Puro cuento es pura impotencia sin altura literaria; por no hablar de La última homilía de Zacarías Martín o de El sepulcro vacío. Un amigo habría dicho, en definitiva: "Trabájalo más". Y más.

A este respecto, y cambiando de manifestación artística, recuerdo una tarde en la que asistí al estreno de una película canaria llamada Los días vacíos. Casi la totalidad del público asistente (amigos, familiares, actores y demás miembros del equipo de rodaje, y alguna despistada) prorrumpió en aplausos durante varios minutos a su término. No contentos con eso, algunos se levantaron y, mientras seguían aplaudiendo hasta que se les llagaron las manos, gritaban "¡Bravo!" una y otra vez con algo parecido al fervor. ¿Qué pensaría el director? ¿Qué la película flaqueaba por todos lados? ¿Que no sabía qué era peor, si el guión, tosco y errático, si las interpretaciones que iban de lo meramente aceptable hasta lo ridículo, si el lenguaje visual, que a veces parecía propio de un documental turístico y otras de una mala serie de televisión? No, pues lo lógico es pensar que si todo tu entorno te dice que lo has hecho cojonudo, lo creas.

Pues no.

Soy de la opinión que hay que ser parco en el elogio: nos hemos acostumbrado a que de cualquier cosa que no se diga que es obra maestra o genialidad pensemos que es una mierda. En una obra de teatro o representación operística, si el público no se levanta, aplaude y grita como poseso es que ha sido un espanto. Si los actores no se sienten obligados a salir tres o cuatro veces, mal asunto. Incluso en las tesis doctorales, si el doctorando no saca matrícula cum laude, es que su trabajo es malo. Eso tiene como consecuencia el fenómeno de la grima: grima en las reseñas, en las notas de lectura, en los suplementos literarios, en las revistas literarias, en los comentarios de los lectores-fans, etc. Todo es hiperbólico, ditirámbico, exagerado, ridículo.

¿A dónde hemos llegado?

Así, en mi personal esfuerzo por contrarrestar ese orden de cosas en los juicios que hago, si una novela me parece que está bien, no significa que me parezca mala, no: me parece que está bien. Eso es un elogio, ¿o me estoy perdiendo algo? Claro que hace falta en Canarias una crítica de verdad, si entendemos por ello no una Crítica que incluya mi novela o mis poemas en una nueva Antología Canaria para que me inmortalicen académicamente y yo lo vea, sino una crítica honrada. ¿Y qué es una crítica honrada? Simplemente, que consista en escribir públicamente lo que se piensa de verdad, con mejores o peores argumentos, que eso ya se discutirá. En serio, a mí no me ha resultado difícil.

Pasemos a la reseña de hoy: Casa de verano con piscina





Esta es una novela en la que la propensión a empatizar con el personaje principal y narrador, Marc Schlosser decae con rapidez si uno no se empeña en lo contrario, si uno se da cuenta de que no es obligatorio identificarse con él. En nuestro caso, es un médico que por sistema detesta a sus pacientes, un hombre al que, aunque no lo reconozca explícitamente, no tiene demasiaba buena opinión de las mujeres en general, salvo cuando su vanidad se siente halagada por la promesa de una conquista sexual. Es bastante parecido al español medio, me da la impresión, con sus especulaciones de por qué hombres y mujeres ligan, cuándo ligan, y con quiénes ligan. Se considera un téorico del comportamiento humano dada su condición de médico de cabecera, que, por lo que parece, le capacita de manera excepcional para emitir sus juicios sobre las miserias y servidumbres de las personas y de sus cuerpos. En realidad, un individuo normal, con valores de clase media de sociedad burguesa, respaldados por un biologicismo omnicomprensivo, pero que, eso sí, se codea con artistas y gente de postín.


La consulta de un médico de cabecera como la mía tiene sus inconvenientes. Por ejemplo, te invitan continuamente a todas partes. Les parece que en cierto modo tienes que estar, aunque sea "en cierto modo". Inauguraciones, presentaciones de libros, estrenos de películas y obras de teatro... No pasa un día sin que te encuentres una invitación en el buzón. No existe la opción de no asistir. Si es un libro, aún puedes mentir y decir que vas por la mitad, que no quieres opinar hasta acabarlo. Pero el estreno de una obra de teatro es el estreno de una obra de teatro. Cuando se acaba tienes que decir algo. Es lo que se espera de ti, que digas algo. Nunca que digas lo que te ha parecido: eso jamás de los jamases. Lo que te ha parecido te lo guardas sabiamente para ti. Durante un tiempo lo intenté con clichés; clichés del tipo "Algunas cosas estaban bien", o "Y a vosotros, ¿qué os ha parecido?". pero con clichés no se conforman. Tienes que decir que te ha encantado, que les agradeces que te hayan brindado la posibilidad de presenciar ese estreno histórico.



Las mujeres simpáticas compensan su falta de atractivo corporal con talentos, innatos o no, en otros ámbitos. Por ejemplo, preparan todos los bocadillos de un guateque con más de cien invitados. O traen gorritos de fiesta y antifaces para todo el mundo. O llegan en una bici de reparto con más leña de la que se necesita para todas las estufas de la terraza. "Wilma es un encanto -comenta la gente-. ¡Qué agradable es! Nadie más hace algo así, ¿a quién se le habría ocurrido?" Claro que Wilma está demasiado pálida o demasiado delgada, o simplemente es demasiado fea, y todo el mundo se da cuenta, pero la pobre hace desinteresadamente tantas cosas encantadores al mismo tiempo que sería de desalmados comentarlo.



Aparte de lo de mi aspecto, debería explicar otra cosa sobre mí. Soy más gracioso que la mayoría de los hombres. En las listas de las cualidades masculinas más valoradas que publican las revistas, la mayoría de las mujeres responde "sentido del humor". Antes pensaba que era mentira. Una mentira para maquillar el hecho de que a la hora de la verdad siempre acabarían decantándose por George Clooney o Brad Pitt, pero ahora he entendido que no es así. No es que las mujeres que piden "sentido del humor" quieran pasarse la vida desternillándose con un hombre demasiado jocoso. Se refieren a otra cosa: el hombre tiene que ser "gracioso". Jocoso no, gracioso. En el fondo, todas las mujeres tienen miedo de, a la larga, acabar aburriéndose con los hombres demasiados guapos de este mundo. Con esos hombres que saben perfectamente lo guapos que son, que no han de esforzarse porque tienen a todas las mujeres que quieren, pero poco después de la noche de bodas ya se quedan sin temas de conversación. Llegan los bostezos de aburrimiento. Y es que también resulta agotador tener todo el día alrededor a un hombre que admira constantemente su propio aspecto. Un día tras otro. El tiempo se convierte en una carretera recta y larga que cruza un paisaje bonito pero aburrido. Un paisaje que nunca cambia.


Así, este observador de la vil humanidad se da cuenta en una fiesta de que el famoso actor de teatro y nuevo paciente de su consulta, Ralph Meier, ha deseado, con expresión lasciva que así lo demuestra, a su esposa, Caroline. Por supuesto, deplora ese sentimiento y le produce mucho asco. Sin embargo, su propio deseo hacia la mujer de Ralph, Judith, no le inspira el mismo reproche. Así somos, salvo excepciones, linces para los defectos ajenos y ciegos para los nuestros. 

Más adelante, el protagonista y su familia se encuentran, no del todo por azar, con Judith y Ralph cerca de la casa de veraneo de estos, que comparten con otra pareja amiga. De ahí el título. Ralph se nos aparece cada vez más detestable  y asqueroso. Marc, como un intrigante manipulador. A espaldas de ambos, Caroline y Judith parecen ajenas a las intenciones de sus maridos. Uno se pregunta si esto tiene que ser siempre así, que cada vez que haya hombres y mujeres, parejas de novios o casados, suponiendo heterosexualidad, o todas las posibilidades suponiendo que no, haya que estar en guardia por potenciales infidelidades o acosos sexuales. Si uno no puede estar, simplemente, hablando, mirando el cielo o pensando. Si uno tiene que estar de continuo rivalizando para captar la atención de una posible pareja para un folleteo o para evitar que el/la rival acapare toda la atención. Si todo tiene que ser sexual y freudiano, si no hay espacio para descansar de la sensibilidad genital y de fantasías sentimentales y operar, un rato sólo, con amigable racionalidad. Es que, si no, todo puede llegar a resultar muy cansino.

Por primera vez desde nuestra llegada a la casa, Judith y yo estábamos solos en un mismo lugar. La miré. Deslicé la mano por encima de la mesa, le cogí los dedos corazón y anular entre mi pulgar y mi dedo índice, y tiré suavemente de su mano.-Marc... -Dejó el cigarrillo en el cenicero, suspiró hondo, lanzó una ojeada hacia fuera y me miró-. No sé, Marc... No sé si...-Podemos ir a dar un paseo. O a la playa, en mi coche. No le solté los dedos. Acaricié el dorso de su mano. "Podría llevarla a alguna parte", pensé. No a la playa, sino hacia las colinas, por una de las muchas carreteritas tortuosas de arena que había a lo largo de la costa. Recordaba un aparcamiento casi desierto en un claro del bosque. Desde allí habíamos tardado más de una hora en alcanzar a pie una de las calas de Ralph. Pero no teníamos por qué ir hasta la playa. El aparcamiento ya bastaba.


El autor maneja bien el ritmo de la trama; el lector se pasa la mitad de la novela temiendo lo que se insinúa para que cuando los acontecimientos se precipitan y se produce el clímax se quede perplejo por lo inesperado. La evolución moral del protagonista, sobre todo, nos deja, por así decirlo, ante dilemas éticos que no sospechábamos. Estos constituyen, para mí, el valor de la novela: asumimos el comportamiento del protagonista, lo repudiamos, nos quedamos solo con aquellos que nos haría sentir mejor. En definitiva, reflexionamos sobre nosotros: vida, muerte, sexo, cónyuge, prole, culpa, respeto, inocencia.

Asimismo, me parece que la traductora, Maria Rosich, ha hecho un buen trabajo. Al menos, la versión en español ofrece un texto fluido que refleja las reflexiones de un hombre de ciencias (recordemos que Marc, el protagonista es médico), con un sesgo analítico, que no frío, pero con intención de minuciosidad. Las caracterizaciones de los personajes resultan acertadas, tanto en la descripción de sus acciones como en los diálogos, ofreciendo toda una galería de personajes que si bien, por un lado, son tipos, por otro también resultan humanos. Convincentes, en definitiva.

Solo me atrevería a poner un pero: hay en la estructura de la novela un recurso con el que el autor consigue construir la sorpresa final, también provocar la catarsis, en el lector. Es posible que pudiera llamarse a eso manipulación, quizá truco. No sé cómo lo verán Vds. Ya me cuentan.













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