miércoles, 30 de noviembre de 2016

'El tren delantero', de González Déniz

Inicialmente, pensaba inaugurar este blog de libros con una novela que me terminé el fin de semana, recomendada por un amigo que, según sospecho, se ha leído toda la literatura extranjera traducida: El gran reloj, de Kenneth Fearing, una novela (¿negra?) ingeniosa, que, sin embargo, adolece, al mostrar en diferente grado e intensidad las perspectivas de varios de sus personajes principales, de cierta asimetría, cierta descompensación narrativa, pero que, por otro lado, posee, a mi juicio, una prosa cuyos diálogos y descripciones son de una potencia e ingenio admirables, por no mencionar una trama no demasiado compleja (lo que no tiene nada de malo en sí) y muy dinámica. Vamos, que no se aburrirán en absoluto. Sin embargo, dejaremos El gran reloj para otro día. O quizá ya he dicho todo lo importante y sin más podría concluir con: "Léanla". Mi recomendación de la semana. Para qué comentar más sin perjudicarla, y yo, quedarme en evidencia.

Pero a lo que iba, que divago. Lo anterior era mi intención, pero henos aquí que los lunes me toca revisar la prensa del fin de semana y, ¿qué me encuentro? Pues el cuadernillo cultural del Canarias7 (ese día, 27 de noviembre, dicho periódico estaba lleno de perlas políticas en forma de entrevistas y artículos de opinión, pero, en fin, no son el asunto que nos trae). En su interior, entre varios artículos la mar de interesantes y que no recomendaría a nadie, nos encontramos con una reseña de El tren delantero, una novela recién publicada de Emilio González Déniz, escritor canario. El adjetivo no tendría más importancia si hablamos de literatura, de arte y de gustos. Pero no. En Canarias, decir "canario" después de "escritor" (o pintora o escultora o directora de cine, etc.) es un asunto de suma importancia, que se resume en que no se puede hablar mal del sujeto: reseña positiva o, al menos, neutra. "No criticarás al escritor (artista) canario" es un mandamiento que se respeta siempre en los medios de comunicación locales. Una suerte de nacionalismo cultural que se extiende a todas las artes y que prohíbe taxativamente criticar su obra. Y más aún si forman parte del canon canario

Por otro lado, el canon literario y artístico español en general se ha creado en Madrid (y Barcelona), por lo que no deja de ser cierto que lo que no se conocía en esos lares no existía. Como reacción se ha constituido un canon propio. Que conste que no tengo nada en contra de los cánones, pero tampoco nada a favor: son una lista que alguien hace por sus propios motivos: habría que ver cuánto de apreciación artística hay en esos juicios, cuánto de política y por qué no se someten nunca a discusión. 





Volvamos, que sigo divagando. Dice la reseñadora, Teresa Iturriaga, poeta (y mejor persona):

 Siempre recordaré las palabras de Emilio González Déniz al explicarme su consideración sobre la mujer. «Yo me levanto cuando aparece una dama –me dijo una tarde–, es una antigua costumbre campesina muy rigurosa y ese protocolo, de ninguna manera, se puede saltar». En efecto, la forma que tiene de tratar la figura femenina como algo superior se traslada también a su escritura, al descubrirse ante la vida que nos llega en letras de misterio, ese milagro que genera la mujer, energía y canal de creación en cualquiera de sus vertientes. «Ante una máquina casi divina, lo único que puedes hacer es mostrarle tu respeto. La mujer es sagrada». Sabias palabras de un hombre que siempre ha defendido a capa y espada el respeto a todo ser viviente.

Convendrán en que esa sacralización de la mujer le podrá parecer feminista a algunas/os, pero al resto de nosotras/os nos da otra impresión, más bien opuesta. Ya sabemos, pues, que González Déniz se pone de pie de inmediato cuando "aparece una dama". Dama: ni más ni menos. Y que es una "costumbre campesina", lo que de inmediato nos sugiere honradez y seriedad, una hondura ética que proviene del aire puro, la tierra húmeda y las manos agrietadas por la cosecha. Donde haya una costumbre campesina, que se quite lo demás. En fin, ahora dice Iturriaga: "ese milagro que genera la mujer, energía y canal de creación en cualquiera de sus vertientes". Por lo visto, no hay ni una sola vertiente que se escape, todas son energía y creación. No como las de los hombres, es evidente, que no son sagrados ni nada, no son "máquinas casi divinas". Lo que hay que leer.

Qué quieren que les diga: ya de entrada me parece que la reseñadora no le hace ningún favor al autor. 

Vayamos ahora a la novela. Consiste en un diálogo entre la protagonista, una tal Vesta Laserre, que, entre otras cosas, es la traductora de una escritora francesa, Madame Palourde, y Ernesto Cruz, detective privado. Este detective parece que la investiga por la muerte del marido, Arturo, que era un señor muy rico. Una gran clave, por lo visto, es que palourde significa almeja en español. El autor, a través de la voz de Vesta, nos lo insinúa pronto, no se nos vaya a pasar por alto:


... y mi relación con Madame Palourde es nula, solo soy su traductora. Yo la vierto desde el francés para ávidos lectores en nuestra lengua. Supongo que no se llamará así, que es una picardía que en español suena con mucho glamour, pero que en francés es una grosería....

Me abstendré de comentar lo del glamour de la almeja, pero, por si no lo habíamos pillado (créanlo o no, hay gente que no sabe francés), por si ni siquiera habíamos sentido curiosidad, Teresa Iturriaga nos lo revela en su reseña-panegírico: "Madame Palourde -es decir la Señora Almeja en su traducción al español- es la verdadera protagonista de esta novela". Teresa, ¿por qué, para un juego de palabras que hay, nos lo arrebatas?


Se supone que entre la protagonista y el detective se inicia "un juego de seducción". Según Iturriaga, en Vesta se encarna la mujer que quiere liberarse del yugo patriarcal que ha oprimido al sexo femenino secularmente. Mucho juego de seducción parece que no va a haber, sin embargo, porque Vesta le advierte desde un principio al detective, quizá a los cinco minutos, que su propósito es hacerle "la felación de su vida". Noble propósito, sin duda.


En todo caso, al poco de intercambiar ocurrencias en un lenguaje administrativo adecuado para un folleto de la Concejalía de Parques, Jardines y Alumbrado, surge la oportunidad para que el autor coloque un mini-relato que viene a ilustrar, por si no lo habíamos entendido bien, lo que le pasa por la cabeza a Vesta. Digo que el autor "coloca" porque, en una entrevista que concede al mismo periódico dos días después de la reseña, confiesa: 



Me decidí por armar una novela en la que he incluido algunos relatos que ya había publicado, que me venían al pelo. 

Vaya, hombre, qué suerte. No hay nada cómo tener unos relatos a mano para cuando flaqueen las fuerzas. Así es toda la novela: Vesta y el detective hablan un rato (que total, para lo que hay que hacer...), se seducen, pero solo un poquito; luego, aparece un mini-relato que viene al pelo, traducido de Madame Palourde (Señora Almeja, por si lo habían olvidado) o una vivencia erótico-festiva de Vesta; después vuelta a hablar hasta el final, cuando se aclara todo porque le da la gana al autor. Eso sí, arquitectónicamente. González Déniz señala en la misma entrevista:



Nunca me había planteado una novela arquitectónica, en la que iba encajando las piezas. Yo soy un escritor torrencial. Empiezo una novela, y luego la novela va... ¡hasta el quinto coño!

También podemos contar sin revelar nada importante que ella desea a un hombre que fue novio de su madre. Y que su marido era un hombre muy rijoso al que le gustaba contarle sus aventuras sexuales para calentarla, pero entre ellos sólo practicaban el misionero: la madre de sus futuros hijos, y tal. 


No obstante, a quién le importa lo que pase si los personajes no pasan de ser meras sombras, si los diálogos son insulsos e inverosímiles, si la trama es puro capricho del autor, si no hay progreso narrativo, ni clímax ni anticlímax, si esa liberación sexual se reduce al me follo a este tipo, y a esta tipa, y soy la leche, siempre quiero más. Para qué esos tópicos, y esos andares de gacela, y esos ojos color miel, y ese bulto del pantalón y esa filosofía existencial de todo a un euro... Para qué:



Quiero recalcar que uno de mis objetos sexuales era -y sigue siendo- Ricardo Estepa, un hombre de presencia y modo de vida similar a Arturo, que tiene una vida privada escandalosa y que todo el mundo conoce, pero eso, lejos de manchar su imagen como ocurre con las mujeres, en un hombre incluso da prestigio. Aunque estaba casado, yo sabía -como todo el mundo- que era un calavera, y repetía como un mantra que no deben mezclarse sexo y trabajo. Además, era amigo de Arturo, y eso entre los hombres, y más si son golfos, es un vínculo sagrado.

Insisto, para qué:



Prefería que me llamaran Vesta, y además, detesto que pronuncien mal mi apellido, del que siempre acaban preguntándome la procedencia. Para que así no ocurriera, zanjé la cuestión de entrada, y les hablé del origen francés de mi madre, lo que explicaba de paso mi aspecto de desaliño controlado y la afición por los sombreros. Soy casi rubia, casi morena y tengo los ojos casi azules, casi grises y casi color miel. En la imaginación de un amante puedo ser cualquier cosa porque mi aspecto es indefinido, depende siempre mucho de cómo me arregle. Eso sí, dicen que soy muy guapa, y me repiten que huelo a hembra, un olor que en realidad no existe y que debe tener relación con mi estado de permanente excitación sexual. Tal vez por eso Arturo me eligió como esposa y madre futura de sus hijos, pues adorna mucho una rubia con apariencia lejana a Kim Bassinger, que también puede ser una francesa como Françoise Hardy o una americana de cabello rojizo. La verdad es que tampoco soy muy fiel al color de mi pelo, cambio continuamente.

Pues eso: la trivialidad, la tontería, las piezas que se ensamblan porque sí, los relatos que vienen al pelo, el miren, amigos, ya tengo una novela más, y como consecuencia, el hastío, el vacío, la nada.


Dice González Déniz: "Carecemos de crítica. De una crítica rigurosa, que separe la paja del grano".


Y que lo diga.






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